domingo, 26 de mayo de 2013

En un vagón vacío


Ocurrió hace un par de meses en New York. Volvió a suceder hace unas semanas. Estaba esperando el metro en un andén lleno de gente y cuando el convoy entró en la estación y paró, la puerta que abrió frente a mí daba a un vagón vacío. Entré y en el instante en que cruzaba la puerta la felicidad de encontrar asientos vacíos se transformó en una sensación de asco infinita provocada por un hedor que me impedía respirar. A pesar de que siempre peco de un exceso de prudencia en el metro, ese día no hice caso a los pitidos que indican que la puerta va a cerrarse, ni siquiera los escuché, y corrí hasta entrar en el vagón contiguo.
Como yo, otras personas habían hecho lo mismo. Una vez allí, rodeada de humanidad, pude ver a través del cristal que la causa de ese olor y del vacío del vagón no era otra que un mendigo que se sentaba en mitad del vacío inesperado de aquel metro en hora punta. En aquel momento el corazón me dio un pellizco. ¿Qué habría pasado ese hombre para llegar a oler así de mal? ¿Cómo serían sus días? ¿Cómo serían sus noches? En una ciudad en la que las ratas y las cucarachas tienen un tamaño muy superior a la media universal, no quiero imaginar lo que es dormir sin techo. Y en una ciudad en la que el viento corta la piel en invierno tampoco quiero ni imaginar lo que es dormir a la intemperie. Me dio mucha pena ese señor.  O señora. La suciedad no me dejaba descifrar lo que había debajo de ese abrigo y ese gorro de un color verde que como si luchara contra los elementos dejó de brillar y se rindió ante el ataque diario de la suciedad más pegajosa. Pero bueno, ¿quién soy yo para sentir pena? Es fácil pensar estas cosas y darse el lujo de sentirse mal viendo esto al otro lado del cristal.
Mientras tanto, a mi alrededor, había quienes venían de haber pasado por la misma experiencia que yo y llegaban atropellándose al vagón en el que yo estaba. Empecé a escuchar los comentarios y esta vez sentí un poco de indignación, de esa que se siente cuando alguien convierte una miseria humana en un chiste que no tiene gracia. Era una pareja neoyorkina. Ella llevaba el uniforme de treintañera neoyorkina que seguramente tenga éxito en su profesión y vaya a los mejores restaurantes: chaqueta blanca impoluta, anillo doble con brillantes, pañuelo Burberry; él era su equivalente masculino. Probablemente ya se conocían, o quizá estaban en una primera cita pero su complicidad era signo de que se identificaban como seres de la misma especie. Ella, a través del cristal como yo, empezó a mirar al mendigo y empezó a reírse y a decir (en voz alta y sin ningún pudor) que vaya asco de olor y que vaya asco de ser. Todo adornado con carcajadas.
La verdad, esto me impresionó más que el vagón vacío. ¿Será una muestra más del mundo carente de empatía en el que vivimos? Por un instante perdí la fe en la humanidad. 



La siguiente vez que me ocurrió mi reacción fue la misma. Y escuché comentarios similares a los de esta chica. Pero esta vez ya iba preparada para ignorarlos. ¿Será eso lo fatal del asunto, que cuando algo nos molesta o nos incomoda aprendemos a ignorarlo rápidamente? ¿No sería mejor decirle a la chica que es una superficial sin remedio? ¿No sería acertado ponerse en los zapatos del mendigo en lugar de salir corriendo del vagón vacío? 
Aquel vagón vacio y aquel mendigo aislado me persiguen a menudo y me hacen pensar. Creo que nuestro considerado mundo normal y ese inframundo en el que habitan estos mendigos están separados tan solo por una puerta, al igual que aquel día del metro. El problema es que muchos no piensan que en cualquier momento les puede tocar a ellos cruzarla.