Aquella no fue una mañana cualquiera en La Paz. Me había conectado al Messenger, que había tenido abandonado durante meses, para tranquilizar a mis amigas. En Bolivia se habían producido algunas revueltas y quería que vieran que todo iba bien.
Estaba yo en mis cosas cuando Elsa, con la que no había hablado desde hacía casi un año, me escribió para decirme que acababa de rechazar un puesto en México que era perfecto para mí. "¿México?"- me dije. Hasta entonces en lo único en lo que había pensado era en que después de ese contrato de un año en Bolivia quería dar el salto a otro país, pero México no me había pasado por la cabeza. De hecho, uno de mis requisitos era que fuese un país en el que se hablase otro idioma y en el que los secuestros exprés no se dieran. Por lo que México no aparecía en mi lista.
Sin embargo, aquel inocente mensaje me sacudió y enseguida pensé: "este es EL camino". Envié mi cv y al poco tiempo hice una entrevista y me dijeron que el puesto era mío. Un mes después aterrizaba en el DF con un pellizco de emoción en el estómago y escuchando en mi cabeza "aquí es donde tienes que estar; grandes cosas te esperan". A la mañana siguiente, un colibrí me daba la bienvenida a mi nuevo destino. Buena señal.
México se convirtió para mí en un lugar en el que dejarme llevar y conocerme mejor. Pero sin duda, el mejor regalo que encontré allí fue el gran amor, aunque pueda sonar pretencioso o rimbombante. Allí encontré el compañero con el que continué brincando por el camino que seguimos juntos. Ese camino que comenzó en Bolivia, al otro lado del Messenger, enviando un cv sin apenas darme cuenta de la aventura que me esperaba.
PD: Una vez más, gracias, Elsa.
Cosas que pasan, cosas que pienso
"Ya no quiero vivir con los temores, que prefiero entregarme a la ilusión. Vivir el presente hacia el futuro y guardar el pasado en el arcón." Chambao
lunes, 23 de mayo de 2016
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Pensamientos olvidados en un cajón (I)
Pensar que hay imposibles nos paraliza y nos reduce a seres que se dejan mecer por la marea sin buscar un rumbo concreto, y por tanto, dejándose sumergir poco a poco hasta desaparecer. Todo es posible. Al menos, eso es lo que nos tenemos que decir cada vez que despertamos.
domingo, 26 de mayo de 2013
En un vagón vacío
Ocurrió hace un
par de meses en New York. Volvió a suceder hace unas semanas. Estaba esperando
el metro en un andén lleno de gente y cuando el convoy entró en la estación y
paró, la puerta que abrió frente a mí daba a un vagón vacío. Entré y en el instante
en que cruzaba la puerta la felicidad de encontrar asientos vacíos se
transformó en una sensación de asco infinita provocada por un hedor que me
impedía respirar. A pesar de que siempre peco de un exceso de prudencia en el
metro, ese día no hice caso a los pitidos que indican que la puerta va a
cerrarse, ni siquiera los escuché, y corrí hasta entrar en el vagón contiguo.
Como yo, otras
personas habían hecho lo mismo. Una vez allí, rodeada de humanidad, pude ver a
través del cristal que la causa de ese olor y del vacío del vagón no era otra
que un mendigo que se sentaba en mitad del vacío inesperado de aquel metro en
hora punta. En aquel momento el corazón me dio un pellizco. ¿Qué habría pasado
ese hombre para llegar a oler así de mal? ¿Cómo serían sus días? ¿Cómo serían
sus noches? En una ciudad en la que las ratas y las cucarachas tienen un tamaño
muy superior a la media universal, no quiero imaginar lo que es dormir sin
techo. Y en una ciudad en la que el viento corta la piel en invierno tampoco quiero
ni imaginar lo que es dormir a la intemperie. Me dio mucha pena ese señor. O señora. La suciedad no me dejaba descifrar
lo que había debajo de ese abrigo y ese gorro de un color verde que como si
luchara contra los elementos dejó de brillar y se rindió ante el ataque diario
de la suciedad más pegajosa. Pero bueno, ¿quién soy yo para sentir pena? Es
fácil pensar estas cosas y darse el lujo de sentirse mal viendo esto al otro
lado del cristal.
Mientras tanto, a
mi alrededor, había quienes venían de haber pasado por la misma experiencia que
yo y llegaban atropellándose al vagón en el que yo estaba. Empecé a escuchar
los comentarios y esta vez sentí un poco de indignación, de esa que se siente
cuando alguien convierte una miseria humana en un chiste que no tiene gracia.
Era una pareja neoyorkina. Ella llevaba el uniforme de treintañera neoyorkina
que seguramente tenga éxito en su profesión y vaya a los mejores restaurantes:
chaqueta blanca impoluta, anillo doble con brillantes, pañuelo Burberry; él era
su equivalente masculino. Probablemente ya se conocían, o quizá estaban en una
primera cita pero su complicidad era signo de que se identificaban como seres
de la misma especie. Ella, a través del cristal como yo, empezó a mirar al
mendigo y empezó a reírse y a decir (en voz alta y sin ningún pudor) que vaya
asco de olor y que vaya asco de ser. Todo adornado con carcajadas.
La verdad, esto
me impresionó más que el vagón vacío. ¿Será una muestra más del mundo carente
de empatía en el que vivimos? Por un instante perdí la fe en la humanidad.
La siguiente vez
que me ocurrió mi reacción fue la misma. Y escuché comentarios similares a los
de esta chica. Pero esta vez ya iba preparada para ignorarlos. ¿Será eso lo
fatal del asunto, que cuando algo nos molesta o nos incomoda aprendemos a
ignorarlo rápidamente? ¿No sería mejor decirle a la chica que es una
superficial sin remedio? ¿No sería acertado ponerse en los zapatos del mendigo
en lugar de salir corriendo del vagón vacío?
Aquel vagón vacio
y aquel mendigo aislado me persiguen a menudo y me hacen pensar. Creo que nuestro considerado mundo normal y ese inframundo en el que habitan
estos mendigos están separados tan solo por una puerta, al igual que aquel día
del metro. El problema es que muchos no piensan que en cualquier momento les
puede tocar a ellos cruzarla.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)