La otra cara de Bolivia: Santa Cruz
Santa Cruz representa la otra Bolivia, la que no es árida como el altiplano, sino calurosa y húmeda; la de los latifundios, la de la riqueza, las tiendas y las operaciones de estética. Sus gentes no son introvertidas y taimadas y sus rasgos no tienen nada que ver con los rasgos aymaras que abundan en La Paz.
La ciudad se divide en anillos y sus calles me recuerdan a una Cuba que nunca he visto, llenas de edificios bajos y arcos que protegen al viandante de la lluvia más despiadada o del sol más abrasante, según toque.
La humedad se palpa en Santa Cruz, la vida también.
La casa de Rafa y Nuria nos acogió la primera noche de nuestro periplo. Una casa andaluza llena de plantas y con un patio en el que disfrutar de la brisa nocturna hasta que el cuerpo aguante (el mío aguantó poco porque la bajada tan radical de altura a bajura me dejó K.O.). Una casa que antes de venir a este país jamás habría imaginado aquí. Al día siguiente desayuno atípico y delicioso: Crema de Zapallo y tostadas con paté y de nuevo rumbo al aeropuerto. Esta vez Sandra, Rafa y yo al de Viru Viru, donde nos esperaba Ana, subida en el avión de la Tam que nos llevaría fuera de Bolivia, a nuestro segundo destino: Asunción (Paraguay).
La llegada a Paraguay te permite observar la llanura extensa que parece no acabar nunca y que precede a la capital del país. Asunción en sí no es espectacular, pero no está mal. Lo poco que vimos fueron edificios monumentales y una especie de lago que nos regaló un atardecer con el cielo reflejado en el agua, de esos que hacen que todo alrededor sea mágico.
Cena esa noche frente al Panteón de los Héroes, en el Lido Bar, atendidos por una camarera con un aspecto genial, y rodeados de niños que más que pedirte te exigían la comida. Como siempre, los niños y la pobreza son un binomio presente constantemente en esta zona del mundo.
Una cosa nos sorprendió de Paraguay y es que todo el mundo lleva un termo y un vasito y van tomando matecito. Si me lo cuentan no me lo creo. En el aeropuerto, paseando por la calle, incluso visitando las cataratas más adelante en este viaje, vimos a gente con sus termos y sus vasitos para el mate.
La magia del agua: Foz de Iguazú (Brasil)
La llegada a Foz de Iguazú la hicimos desde Ciudad del Este (Paraguay) donde nuestro avión aterrizó. Eran las 6 o las 7 de la mañana y cruzamos la frontera, por fin entramos en Brasil, uno de los países que yo creo que más ganas tiene de conocer casi todo el mundo, un país de esos que te transmiten optimismo, buen rollo y alegría. Estereotipos. Brasil es grande, el cuarto más grande del mundo y, por tanto, los ciudadanos de Foz nada tienen que ver con esos estereotipos.
Llegamos con el tiempo justo de desayunar algo y partir rumbo a las cataratas.
El espectáculo: Puerto Iguazú (Argentina)
Las cataratas vistas desde el lado brasileño son pura belleza. Desde el lado argentino son puro espectáculo. Tras coger un tren y cruzar el río Paraná por una pasarela interminable llegamos al lugar desde donde caen las cataratas:vistas desde arriba, las cataratas vistas desde encima de su caída. Impresionante. El lugar te llenaba de energía, la energía del movimiento del agua, de su sonido, de la fuerza que transmite al caer.
Al día siguiente, vuelta a Ciudad del Este y salida hacia Cochabamba, no sin antes pagar la novatada y tener que soltar la guita por una multa sin sentido por la falta de un sello en el pasaporte.
La eterna primavera: Cochabamba (Bolivia)
Cocha, como se le llama por aquí, no me pareció una ciudad excepcional, pero su clima es algo que le alegra a uno el día. El sol es cálido sin abrasar, y una vez más todo un contraste con el altiplano. Estaba de celebración del carnaval, así que nos vimos atacados por una marabunta de gente en mitad de una guerra de globos de agua.
A las doce ya estábamos de vuelta en La Paz. De nuevo en el altiplano, en esta árida ciudad con tanto encanto. Exhausta por el ajetreo del viaje y sorprendida todavía por los paisajes que estoy contemplando en esta parte del mundo.
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