Nunca antes me había pasado volver de un sitio y pensar que todo lo que he visto es mentira. Ni siquiera en el Perito Moreno.
Visitar el Parque Madidi ha sido una experiencia increíble e inexplicable. La naturaleza allí está tan presente y es tan virgen, es tan contundente, que cuesta creer que existe un sitio así de verdad y que el hombre no lo ha destrozado aún.
Me fui a la selva con Pati y Leo, sin que me diera tiempo apenas a interiorizar donde iba. Lo decidí apenas una semana antes, así que ni pensé en qué me iba a encontrar. Tenía miedo de los bichos, pero no sé cómo este miedo ha ido difuminándose a lo largo de los días, haciéndose poco importante al lado de toda la belleza tan rotunda que nos rodeaba.
De La Paz a Rurrenabaque hay unos 40 minutos en avioneta. En ese tiempo uno pasa del frío seco del altiplano a los 36º de calor tropical húmedo, del blanco de los Andes al verde del bosque amazónico. Sobrevolar estos paisajes es una delicia. Cuando aterrizas en el aeropuerto de Rurre parece que estuvieras subido en un cortacésped. Lo que uno se encuentra al llegar bien podría servir para ambientar uno de los anuncios de "Malibú", por eso de "me estás estresando". Llamar aeropuerto a ese lugar es como llamar puerto a la piscina de un hotel. Pero con más encanto claro.
Visitar el Parque Madidi ha sido una experiencia increíble e inexplicable. La naturaleza allí está tan presente y es tan virgen, es tan contundente, que cuesta creer que existe un sitio así de verdad y que el hombre no lo ha destrozado aún.
Me fui a la selva con Pati y Leo, sin que me diera tiempo apenas a interiorizar donde iba. Lo decidí apenas una semana antes, así que ni pensé en qué me iba a encontrar. Tenía miedo de los bichos, pero no sé cómo este miedo ha ido difuminándose a lo largo de los días, haciéndose poco importante al lado de toda la belleza tan rotunda que nos rodeaba.
De La Paz a Rurrenabaque hay unos 40 minutos en avioneta. En ese tiempo uno pasa del frío seco del altiplano a los 36º de calor tropical húmedo, del blanco de los Andes al verde del bosque amazónico. Sobrevolar estos paisajes es una delicia. Cuando aterrizas en el aeropuerto de Rurre parece que estuvieras subido en un cortacésped. Lo que uno se encuentra al llegar bien podría servir para ambientar uno de los anuncios de "Malibú", por eso de "me estás estresando". Llamar aeropuerto a ese lugar es como llamar puerto a la piscina de un hotel. Pero con más encanto claro.
Rurre sólo ha sido estación de paso. Nuestro destino final ha sido Chalalán, a 80 km. y 5 horas en bote por los ríos Tuichi y Beni. El camino es precioso, pero nada comparado con la laguna Chalalán y sus alrededores. Al llegar paseamos en hamacas por la laguna viendo monos capuchinos, monos aulladores y sereres.
La primera noche, tras la cena, nuestro guía, Sergio, un indio tacana al que se le notaba su pasión por el medio en el que se ha criado, nos propuso dar un paseo por la selva con linternas. Mi idea inicial era que pasearíamos por algún sendero cerca de las cabañas y veríamos 4 arbolitos y poco más. Pero cuando antes de adentrarnos en la selva nos dijo “unas recomendaciones: no os apoyéis en ningún árbol y tened cuidado con 3 tipos de serpientes que hay y que suelen camuflarse en el suelo” pensé, “esto va en serio, nos vamos a meter en la selva y de noche”. Fue impresionante pasear a la luz de las estrellas, escuchando los sonidos de la jungla y sintiendo el vuelo de murciélagos, a escasos centímetros de nuestras cabezas a veces. De vez en cuando, Sergio nos pedía que apagásemos las linternas y nos quedábamos a oscuras, con el maravilloso cielo de estrellas observándonos a través de las frondosas copas de los árboles y acompañados por los millones de fascinantes sonidos que abrigan la selva de noche. En una de esas él vio unos ojos que brillaban y observamos a un venado comiendo a escasos metros de nosotros. Seguimos paseando, viendo insectos, árboles y pensando en la cantidad de animales que nos rodeaban y que no veíamos. Pasamos cerca de un arroyo y Sergio nos pidió de nuevo que apagásemos las linternas. A oscuras, empezó a imitar los sonidos que hacen las crías de caimán cuando las están apresando. En ese momento escuchamos y sentimos los pasos de un caimán adulto que cerca de nosotros se apresuraba a buscar al verdugo de su cría. Yo encendí la linterna asustada y creo que no olvidaré nunca la imagen de aquel caimán que, según Sergio, venía a medir 2 metros.
Al día siguiente nos tocaba la caminata por la selva. Primero, atravesamos la laguna y luego nos adentramos en el Madidi. Yo aún incrédula pensando en que todo eso no podía ser de verdad. Árboles con raíces tan altas como una persona, otros que se desplazan al menos un metro al año, helechos de 5 metros, regueros de hormigas de todo tipo en todas partes, y de repente, olor a chancho (es como llaman aquí a los cerdos). Un olor fortísimo y Sergio que nos dice que nos estemos quietas. Así estuvimos durante bastante rato hasta que vimos como se acercaban poco a poco a nosotros sin que se dieran cuenta de que los observábamos. Los sonidos de los chanchos salvajes son peculiares, como si destrozaran lo que encuentran a su paso. Cuando notaron nuestra presencia empezaron a correr. Nosotras pensamos que serían unos 20, pero Sergio nos dijo que podrían ser hasta 100. Durante las horas que duró la caminata sentí estar en un lugar en el que antes había estado, quizá por las películas, pero que me seguía pareciendo un decorado.
Finalmente, no vimos al puma, que era lo que más ganas había de ver, (aunque vaya miedo encontrarse un animal de estos en su hábitat) pero flipamos a cada paso con cada uno de los caprichos de la naturaleza en forma de árboles, animales o sonidos. Por la noche volvimos a hacer otra salida, esta vez por la laguna, en busca de caimanes. El cielo lleno de estrellas y reflejado en la laguna Chalalán dibujaba una estampa perfecta. Mientras buscábamos caimanes y cualquier bichejo que apareciera a nuestro paso, mirábamos con asombro como en mitad de la oscuridad de la noche se paseaban las luciérnagas y se veía una tormenta a lo lejos que incrementaba la belleza de la imagen en blanco y negro que nos rodeaba. Escuchábamos caer al agua los frutos que se les escapaban a los murciélagos y los sonidos de las ramas cuando los animales van de un sitio a otro. Sergio nos sorprendió una vez más y nos acercó hasta que vimos una boa constrictor en la rama de un árbol, blanca y de apariencia imperturbable.
Aún ahora a la vuelta todo me sigue pareciendo ficticio, como si hubiésemos sido por unos días protagonistas de “El show de Truman” y todo lo que hemos vivido no fuera más que producto de la organización perfecta de un parque temático. La presencia del hombre en ese entorno era tan poco invasiva que parece que no pudiera ser verdad. Ahora entiendo por qué la revista “National Geographic” recomienda el Madidi como uno de los 100 sitios que habría que ver en una vuelta al mundo. Es una pena que se hable de Bolivia sólo por sus conflictos políticos, y se olvide mencionar la riqueza paisajística que tiene este país, que sigo pensando es el gran desconocido de este continente.
Aún ahora a la vuelta todo me sigue pareciendo ficticio, como si hubiésemos sido por unos días protagonistas de “El show de Truman” y todo lo que hemos vivido no fuera más que producto de la organización perfecta de un parque temático. La presencia del hombre en ese entorno era tan poco invasiva que parece que no pudiera ser verdad. Ahora entiendo por qué la revista “National Geographic” recomienda el Madidi como uno de los 100 sitios que habría que ver en una vuelta al mundo. Es una pena que se hable de Bolivia sólo por sus conflictos políticos, y se olvide mencionar la riqueza paisajística que tiene este país, que sigo pensando es el gran desconocido de este continente.
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