Hay un lugar en el mundo en el que se reúnen las cualidades de los paraísos con los que muchos soñamos. En ese lugar, pareciera que el tiempo en algún momento decidió detenerse, y hacer su ritmo más pausado y tranquilo.
A este paraíso llegamos con maletas y sin prisas, y encontramos una cabaña a los pies del mar, con una hamaca en el porche desde la que se veía la arena blanca y el mar turquesa; desde la que sentir el viento y escuchar el sonido de las palmeras.
En este paraíso, volví a sentirme una niña que, sin preocupaciones, montaba en bicicleta con su pandilla en busca del atardecer. En busca de algún rincón en el que disfrutar del último baño del día bajo un cielo espectacular. Pienso que las mejores fotos, muchas veces son las que no se hacen, las que se nos graban en la mente para siempre. Yo tengo la de la silueta de mis tres compañeros de viaje con el anochecer de fondo, subidos en sus bicicletas de vuelta a nuestra cabaña.
Allí, las mañanas te regalaban una luz cegadora que se reflejaba en la arena blanca y las aguas turquesas. Esta claridad se te metía por los poros y te llenaba de energía.
La isla fue también un universo de sensaciones. De inolvidables sabores: a guacamole, a ceviche de pescado fresco, a mango, a champiñones; de inconfundibles colores: el verde amarillento de las palmeras, el azul del cielo, y esa mezcla tan bella de blanco y azul, de arena y mar.
Y fue, sobre todo, una nube de emociones en la que subirse por unos días y dejarse llevar sin pensar en nada.
Durante el trayecto de vuelta pensé alguna vez si estaba soñando. Pero la arena de mis zapatos y el recuerdo de música de unos timbales y una guitarra española me pellizcaron en el estómago y me hicieron esbozar una sonrisa.
Incomprensiblemente los mayas llamaron a este lugar “hoyo negro”, mientras yo no dejo de pensar en la luz de Holbox.
De vuelta al DF, el aroma a sandía y una nota me recordaron el comienzo de estas maravillosas vacaciones, en el otro extremo del país donde me reencontré con las largas conversaciones con mi canaria preferida.
Durante el trayecto de vuelta pensé alguna vez si estaba soñando. Pero la arena de mis zapatos y el recuerdo de música de unos timbales y una guitarra española me pellizcaron en el estómago y me hicieron esbozar una sonrisa.
Incomprensiblemente los mayas llamaron a este lugar “hoyo negro”, mientras yo no dejo de pensar en la luz de Holbox.
De vuelta al DF, el aroma a sandía y una nota me recordaron el comienzo de estas maravillosas vacaciones, en el otro extremo del país donde me reencontré con las largas conversaciones con mi canaria preferida.
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