jueves, 26 de junio de 2008

El infierno de las minas

En Bolivia la pobreza está presente a cada paso. Al principio impresiona, pero a mí me resulta aterrador lo rápido que uno (al menos yo) se acostumbra a convivir con ello. A ver a ancianos y niños pidiendo en cada esquina. Supongo que mi actitud, la de mirar a otro lado y pensar en que yo no puedo hacer nada es un arma de defensa como otra cualquiera, lo que no quiere decir que sea la forma de mirar la vida más correcta, probablemente sea la más egoísta. Sin embargo, a ratos uno ve cosas en este país que le parten el alma por muy gruesa que sea la armadura que te pones para salir a la calle. Ayer mismo vi como un niñito que no tendría ni dos años comía un trozo de carne solo, en el puesto de su madre en la calle Sagárnaga. Estaba solo y comiendo a una edad en la que en Europa los niños comen potitos y no se concibe que coman un pedazo de pechuga de pollo sin trocear solos con las manos. No sé, la escena descrita no es tan dura como en vivo y en directo. Los niños aquí no tienen infancia y se percibe en momentos como estos.

Hace unos meses entré en una mina en Potosí y la experiencia fue brutal, no porque yo sufriese ni de lejos la dureza de las minas, sino porque viendo tan de cerca las condiciones en las que los mineros viven cada día te da una idea de la vida, por llamarlo de algún modo, tan horrible que tiene esa pobre gente. Muchos, la gran mayoría, muere entre los 35 y 40 años de silicosis. Lo saben desde el principio, pero no hay otra cosa que hacer.

Estamos hartos de oír eso de que en algún sitio del mundo alguien cobra 2 dólares al día mientras en Europa los malgastamos en chorradas en un segundo y ganamos mil veces más. Escuchamos esto, pensamos "qué grave" y seguimos con nuestras vidas. Sin embargo, cuando uno ve un documental como "The devil's miner" esta frase encuentra un desafortunado protagonista, con nombre y apellidos, y unas circunstancias que hacen llorar al más duro y le hacen a uno replantearse lo que puede hacer en este mundo para no sentirse una basura por dejar que ocurran cosas así.

Basilio es un niño que trabaja en las minas, que mantiene a su familia con sólo 14 años (desde que tenía 10), y que se ha visto en esta desgraciada situación por una causa tan aleatoria como la muerte de su padre. El niño tiene maneras de adulto dentro de la mina, pero sigue siendo un niño cuando va al colegio, cuando juega a la pelota con su hermano o cuando piensa en el miedo que le da que en el recreo sus compañeros se rían de él porque trabaja en la mina (los niños que trabajan en la mina potosina son tantísimos que ya les tienen puestos hasta motes como "chupapiedras"). Ver el documental habiendo estado en la mina me da una dimensión de realidad que me angustia muchísimo. Allí no hay quien respire, es peligrosísimo, los accidentes están a la orden del día y desde luego es el último sitio donde tiene que crecer un niño.

Ver a Basilio es duro, pero él ha asumido su papel de cabeza de familia y lo lleva con dignidad y sin miedo. Sin embargo, escuchar como su hermano menor cuenta el miedo que le da que Basilio tenga un accidente en la mina hace que a uno se le rompan los esquemas y la rabia lo consuma. Un niño tan pequeño no debería tener esas preocupaciones de adulto. Pero aquí en Bolivia no es el primero que veo. Recuerdo en Sorata el niño de 8 años que atendía solo el restaurante de sus padres con los gestos de un camarero adulto, pero la mirada y la inocencia de un niño cuando le enseñabas una foto o le preguntabas por el cole.
Esta película y otras como esta habría que pasarla en los colegios occidentales pero también en colegios a los que van los niños ricachones bolivianos, para que los niños pijos y frívolos que abundan cada vez más en este mundo se preocupen un poco menos por que el color de sus pendientes vaya a juego con el de su chaqueta y se den cuenta de las pocas oportunidades que tienen otros niños como ellos por circunstancias que nadie elige. Hay que verla con las ventanas del alma bien abiertas, para que nos entre toda la mierda que transpira la realidad que viven algunas familias potosinas y ver si de este modo nos despierta un poco la conciencia y nos entran ganas de hacer cosas por gente como esta, para la que el futuro no es más que la espera de una muerte sin anuncio. Siento el pesimismo, pero películas como esta no me invitan a pensar con más alegría sobre este lugar tan gris y tan superficial que a veces me parece el mundo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

De nuestros días en Bolivia, yo aún me acuerdo de Daniel, aquel niño que estaba cerca nuestro en aquella tarde en la que nosotros estábamos tan lejos de él.

Daniel (así se llama también mi sobrino), nos contaba con reparos que no, que él no podía ir a la escuela: tenía que vender aquello que llevaba para que pudieran seguir sobreviviendo en casa.

Probablemente Daniel tampoco va ahora a la escuela, y sigue caminando arriba y abajo las calles de su infancia para poder vivir pasado mañana.

Y no era una película, prometo que lo viví...

Y aún recuerdo de aquella tarde los ojos oscuros y amables de Daniel.

amaranta dijo...

Gracias, Merche.

Anónimo dijo...

Muy bueno Merche.

Teresa.